Pasando de un valle a otro, entrando en contacto con las más diversas tribus, llegamos al fin al centro del país de Afride, en una región considerada como el corazón del Kifiristán.
En el camino hicimos todo cuanto se puede esperar de un derviche y de un seida; yo cantaba en persa versículos religiosos, mientras el profesor me acompañaba tocando mal que bien los ritmos apropiados en un tamboril que le servía luego para pedir limosna.
No describiré nuestro camino, ni tampoco las aventuras extraordinarias que nos sucedieron, sino que pasaré inmediatamente al relato de nuestro accidental encuentro, no lejos de ese centro de los Afrides, con un hombre que dio una nueva orientación a nuestra vida interior en forma tal que todas nuestras expectativas, nuestros proyectos y el mismo plan de nuestro viaje, fueron modificados.
[…]
Al abandonar los Afrides, teníamos la intención de ir al Tehitral. En el primer burgo importante que encontramos en nuestro camino, en la plaza del mercado, un anciano vestido como un aldeano se acercó a mí y me dijo en voz baja, en el más puro griego: «No tema usted nada, por favor. Adiviné por pura casualidad que era usted griego. No necesito saber quién es ni por qué está aquí. Simplemente me gustaría mucho hablar con usted y respirar el mismo aire que un compatriota, porque hace cincuenta años que no veo a un hombre nacido en la tierra donde también yo nací».
La voz y la expresión de los ojos del anciano me produjeron una impresión tal, que al instante me sentí penetrado de la misma entera confianza que si hubiera sido mi padre, y le contesté en griego: «No es muy cómodo hablar aquí. Sería exponernos, por lo menos a mí, a un gran peligro. Tenemos que buscar un lugar donde podamos hablar libremente, sin temer consecuencias indeseables. Quizá uno de nosotros halle alguna solución. Mientras tanto, no puedo decirle cuán feliz soy, igualmente, de haberle conocido, ya que, a fuerza de frecuentar desde hace tantos meses hombres de sangre extranjera, me siento por completo agotado».
Se alejó sin contestar nada, mientras el profesor y yo seguíamos nuestras ocupaciones.
Al día siguiente otro hombre que llevaba el hábito de monje de una orden muy conocida en Asia Central me puso un mensaje en la mano, dándome una limosna. […] leí el mensaje. Estaba escrito en griego y me decía que el anciano de la víspera era, igualmente, un monje, uno de los «liberados vivientes» de esa orden y que podíamos visitarlo sin obstáculos en el monasterio, ya que allí respetaban a todos los hombres, cualquiera que fuera su nacionalidad, con tal de que se consagraran a la búsqueda del Dios único, creador de todos los pueblos y de todas las razas sin excepción.
Fui al día siguiente con el profesor a ese monasterio donde nos recibieron varios monjes, entre quienes se hallaba el anciano.
Después de las salutaciones usuales nos condujo a alguna distancia de allí, sobre la escarpada orilla de un torrente y nos invitó a compartir con él la comida que había traído del monasterio.
Cuando estuvimos sentados dijo comiendo:
—Aquí nadie nos puede oír, nadie nos ve, y podemos con toda tranquilidad hablar según nuestro corazón de todo cuanto queramos.
[…]
En el pasado fue, por vocación, misionero cristiano. Después de una larga estancia en la India, fue con una misión al corazón de Afganistán y, un día que cruzaba un paso, hombres de la tribu de los Afrides lo hicieron prisionero.
Entonces pasó de mano en mano como esclavo y había vivido entre diversas poblaciones de esas regiones antes de llegar a ese lugar, siempre al servicio de algún amo. Como él, durante esas largas estancias en diversas y aisladas comarcas, había logrado fama de ser hombre imparcial, que se adaptaba y se sometía con serenidad a todas las costumbres locales establecidas desde hace siglos, su amo, a quien había prestado un importante servicio, lo había manumitido y hasta obtuvo para él la promesa de que podría viajar a su antojo por esos países, al igual que los detentadores de poder del lugar.
Entretanto, conoció por casualidad a unos adeptos de la Cofradía Universal, que consagraban sus esfuerzos a lo que había sido el sueño de toda su vida. Le hicieron entrar en la cofradía y desde entonces vivió con ellos en ese monasterio, no sintiendo ya ningún deseo de ir a otra parte.
A medida que oíamos su relato, nuestra confianza hacia el Padre Giovanni aumentaba —le dimos ese nombre cuando supimos que había sido sacerdote católico y que hacía tiempo, en su patria, lo llamaban Giovanni-, al punto que sentimos la necesidad de confesarle quiénes éramos en realidad y por qué habíamos adoptado esos disfraces.
Nos escuchó con suma comprensión, visiblemente deseoso de alentarnos en nuestros esfuerzos. Reflexionó un rato y, con una sonrisa llena de bondad que nunca olvidaré, me dijo:
—Muy bien... Con la esperanza de que los resultados de sus investigaciones sean un día útiles a mis compatriotas, haré cuanto pueda para ayudarlos a llegar a la meta que se han fijado.
Cumplió su palabra y, el mismo día, solicitó de sus superiores permiso para que nosotros pudiéramos vivir en el monasterio hasta que nuestros proyectos se hubieran aclarado y hubiéramos resuelto lo que queríamos hacer en esas comarcas.
Desde el día siguiente nos instalamos en el monasterio, concediéndonos para empezar un descanso realmente indispensable después de tan largos meses de vida muy intensa.
Vivíamos allí como mejor nos parecía, entrando a todas partes, salvo al edificio donde vivía el jeque, donde sólo eran admitidos los adeptos que habían logrado una liberación preliminar. Casi todos los días íbamos a ver al Padre Giovanni, en el mismo lugar donde comimos en nuestra primera visita al monasterio, y teníamos allí largas conversaciones.
El Padre Giovanni nos hablaba mucho de la «vida interior» de los Hermanos y de las reglas de vida cotidiana asociadas a esta vida interior. Un día que nos ocupábamos de las numerosas cofradías establecidas y organizadas desde hacía muchos siglos en Asia, nos explicó en detalle lo que era esa Cofradía Universal, donde cada cual podía entrar, fuera cual fuere su religión anterior.
Como nos dimos cuenta más tarde, entre los adeptos de este monasterio había efectivamente cristianos, israelitas, musulmanes, budistas, lamaístas y hasta un chamanista.
Todos estaban unidos por el Dios Verdad.
Los Hermanos de ese monasterio se entendían hasta tal punto que, a pesar de los rasgos característicos y de las tendencias de los representantes de esas diversas religiones, nunca pudimos el profesor Skridlov y yo saber a cuál de esas religiones había pertenecido otrora tal o cual Hermano.
El Padre Giovanni también nos hablaba mucho de la fe y de aquello hacia lo cual tendían los esfuerzos de todas esas cofradías.
Hablaba tan bien y en forma tan comprensible y convincente de la verdad, de la fe y de la posibilidad de transmutar esa fe en sí, que un día el profesor Skridlov, trastornado, no pudo contenerse más y exclamó con tono lleno de asombro:
—¡Padre Giovanni! No entiendo cómo usted puede quedarse tranquilamente aquí en vez de regresar a Europa, por ejemplo a su patria, a Italia, para dar a los hombres aunque sea sólo la milésima parte de la fe tan penetrante con la que me alienta usted en este momento.
—¡Ay! Mi querido profesor -contestó el Padre Giovanni—, cómo se ve que usted no comprende el psiquismo de los hombres en forma tan perfecta como las cuestiones arqueológicas.
»A los hombres no se les da fe. La fe que nace en el hombre y en él se desarrolla activamente, no es el resultado de un conocimiento automático, fundado en la comprobación de la altura, el ancho, el espesor, la forma o el peso de un objeto determinado, ni tampoco de una percepción por medio de la vista, el oído, el tacto, el olfato o el gusto; la fe es el resultado de la comprensión.
»La comprensión es la esencia de lo que se obtiene a partir de informaciones intencionalmente adquiridas y de experiencias vividas por uno mismo.
»Por ejemplo, si mi propio querido hermano viniera en este momento hacia mí y me suplicara que le diese aunque sólo fuera la décima parte de mi comprensión y que yo con todo mi ser quisiera hacerlo, no podría comunicarle ni la milésima parte de esa comprensión, por más ardiente que fuese mi deseo, porque él no tiene en sí ni el saber que yo adquirí, ni las experiencias por las cuales me fue dado pasar en el curso de mi vida.
«Créame, mi querido profesor, es infinitamente más fácil hacer pasar un camello por el ojo de una aguja, como dicen las Santas Escrituras, que transmitir a otros la comprensión que se constituyó en nosotros.
«Hace mucho tiempo también pensaba como usted. Hasta quise ser misionero con el fin de enseñar a todos la fe cristiana.
»Quería que por la fe y la enseñanza de Jesucristo todo el mundo fuese tan feliz como yo. Pero querer inocular la fe por medio de palabras es como si se quisiera saciar de pan a alguien con sólo mirarlo.
»La comprensión, le dije, resulta del conjunto de las informaciones intencionalmente adquiridas y de las experiencias personales. Mientras que el saber no es sino la memoria automatizada de una suma de palabras aprendidas en cierta secuencia.
»No sólo es imposible, a pesar de todo el deseo que tenga uno, transmitir a otro su propia comprensión interior, constituida en el curso de la vida gracias a los factores que mencioné, sino que existe además, como lo establecí recientemente con varios otros Hermanos de nuestro monasterio, una ley según la cual la calidad de lo que es percibido en el momento de la transmisión depende, tanto para el saber como para la comprensión, de la calidad de los datos constituidos en aquel que está hablando.
»Para ayudarlo a comprender cuanto acabo de decir, le citaré precisamente como ejemplo el hecho que suscitó en nosotros el deseo de emprender investigaciones en ese sentido y nos llevó a descubrir esa ley.
»En nuestra cofradía hay dos Hermanos muy viejos; uno se llama Hermano Ajel, el otro Hermano Sez.
»Estos Hermanos tomaron la obligación, por voluntad propia, de visitar periódicamente cada uno de los monasterios de nuestra orden y de exponer diversos aspectos de la esencia de la divinidad.
«Nuestra cofradía tiene cuatro monasterios: el nuestro, un segundo en el valle del Pamir, un tercero en el Tibet y el cuarto, en la India.
»Los Hermanos Ajel y Sez van pues continuamente de un monasterio a otro y predican con la palabra.
«Vienen aquí una o dos veces por año, y su llegada es considerada en nuestra comunidad como un acontecimiento de la mayor importancia.
»Durante todo el tiempo que nos consagran, el alma de cada uno de nosotros experimenta un éxtasis y una plenitud realmente celestes.
»Los sermones de esos dos Hermanos, que son santos en casi igual grado y que hablan de las mismas verdades, producen un efecto muy diferente en todos nosotros y, particularmente, en mí.
»Cuando es el Hermano Sez quien habla, uno cree oír el canto de las aves del paraíso. Al oírlo predicar se siente uno conmovido hasta las entrañas y queda como embrujado.
»Su palabra fluye como el murmullo de un río y no se desea otra cosa en la vida que oír la voz del Hermano Sez.
«Cuando es el Hermano Ajel quien predica, su palabra produce una acción casi opuesta. Sin duda debido a la edad, habla mal, con voz ininteligible. Nadie sabe cuántos años tiene. El Hermano Sez es muy viejo; algunos dicen que tiene trescientos años. Pero es todavía un viejo de buena estampa, mientras que el Hermano Ajel muestra señales evidentes de su avanzada edad.
»Si los sermones del Hermano Sez producen de súbito una fuerte impresión, en cambio esta impresión desaparece con el tiempo y, para terminar, no queda absolutamente nada.
»En cuanto a la palabra del Hermano Ajel, al principio no produce casi impresión alguna. Pero, con el tiempo, la esencia misma de su discurso toma de día en día una forma más definida y penetra, entera, en el corazón, donde permanece para siempre.
»Impresionados por esta demostración, empezamos a buscar por qué ocurría así, y llegamos a la conclusión unánime de que los sermones del Hermano Sez sólo surgían de su intelecto y, por consiguiente, no actuaban sino sobre nuestro intelecto, mientras que los sermones del Hermano Ajel venían de su ser y actuaban sobre el nuestro.
»Pues sí, mi querido profesor, el saber y la comprensión son dos cosas completamente distintas. Sólo la comprensión puede llevar al ser. El saber, de por sí, no es sino una presencia pasajera; un nuevo saber echa al antiguo y, a fin de cuentas, es sólo verter la nada en el vacío.
»Es preciso esforzarse por comprender; sólo esto puede llevarnos a Dios.
»Y para poder comprender los fenómenos, conformes o no con las leyes, que se producen a nuestro alrededor, ante todo tenemos que percibir y asimilar conscientemente una multitud de informaciones relativas tanto a las verdades objetivas como a los acontecimientos reales que tuvieron lugar en la tierra, en el pasado. Además tenemos que llevar conscientemente dentro de nosotros todos los resultados de nuestras experiencias, voluntarias o involuntarias.»